La autoimagen es el conjunto de
las percepciones referidas a sí mismo. 
Es el sistema organizado de las convicciones y de los sentimientos que
la persona tiene respecto a quién es, cómo debe comportarse, cómo se siente
percibida por los demás y dónde se ubica en los grupos de pertenencia.  Es el sistema de actitudes hacia sí mismo.
El concepto de sí mismo tiene
inferencias cruciales para el desarrollo del individuo, ya que se encuentra en
el centro de lo que hará o no hará, de su capacidad de arriesgarse y comprometerse,
de su capacidad de entrega y, en general, de las características del cómo se
sitúa en la realidad.  
El niño que se considera a sí
mismo como un buen estudiante, no elude, no desperdicia nuevas experiencias de
aprendizaje; de igual modo que el adolescente que se ha formado un ideal de sí
mismo, caracterizado por la moralidad y rectitud, logrará que otros confíen en
él.  Tratando de hacer realidad dicho
ideal;  la persona que se considera a sí
misma como un hábil profesional intentará realizar sus tareas eficientemente.
La consistencia de la conducta se
produce por una necesidad de mantener una estructura interna intacta, haciendo
congruente el comportamiento con el modelo propio.
La formación de la autoimagen es
un proceso social gradual en que se aprende acerca de sí mismo a través de la
interacción con los demás.
Es así como el niño que recibe en
su hogar el calificativo de “no sirves
para nada” integrará a sí mismo conceptos de minusvalía, inutilidad y
sentimientos de tristeza y fracaso.
Esta formación supone un lento
proceso de diferenciación, que le permite al niño o niña definir cada vez más
claramente quién y qué es él o ella.
Con un enfoque evolutivo es
posible determinar que el recién nacido no puede distinguir entre sí mismo y el
resto del mundo.  Paulatinamente va
descubriendo su cuerpo; luego distingue su voz, pero también reconoce que las
palabras bueno, malo, lindo, etc., son atribuidas a él como persona.  Gradualmente, desarrolla un cuadro de sí mismo
que se esfuerza en mantener y proteger, ordenando su  conducta en conformidad con él.
Cada nueva experiencia es
importante por sí misma y como base para aceptar o rechazar experiencias
futuras.  Como resultado de ello la
conducta propia es regida no por los aspectos físicos de la situación en que se
encuentra el individuo, sino por sus percepciones, y éstas influidas por sus
experiencias anteriores.
Una persona que durante la niñez asume
esta posición:  “yo estoy mal”, más tarde habrá coleccionado sentimientos de fracaso
en diversas situaciones, y entonces se sentirá justificada por comportarse
torpemente.  Autores como Allport
postulan que todas las experiencias de dolor, frustración y en especial las de
ridículo social engendran estados agudos de autoconciencia que dejan efectos
que permanecen.  Si se usan estas
“etiquetas” durante un tiempo largo, se empieza a creer en ellas y desde ese
momento la persona  se convierte en un
“producto acabado”, destinado a seguir siendo lo que es desde allí en adelante.  Las “etiquetas” permiten evitar el riesgo y
el difícil trabajo de comprometerse con el cambio, a la vez que perpetúan el
comportamiento que las provocó.
El temor extenso o intenso e
internalizado, genera visión en túnel o, en terminología psicológica, un
estrechamiento del campo de la percepción que hace al individuo incapaz de ver
o intentar algo nuevo.
El nivel de aspiraciones está
íntimamente relacionado con el concepto de sí mismo, de tal manera que un
adecuado concepto dará lugar a metas realistas, esto es, a logros probables de
alcanzar.  Sin embargo, una imagen de sí
mismo no realista (sobrevalorada-infravalorada), que se ha estructurado en
torno a las interpretaciones de las prescripciones expresadas por el medio
familiar o educativo, pueden crear en el niño o niña un nivel de aspiraciones
que lo conducirá siempre por el camino no deseado.  Fijación de metas demasiado elevadas o
demasiado bajas serán la causa de permanentes frustraciones.  Sentimientos crónicos de culpabilidad
favorecen la deformación perceptiva como medio de evitar el conflicto y tarde o
temprano conducen al cierre de las vías hacia la superación. 
En nuestro proceso de crecimiento
integral, está implícito el ir hacia el perfeccionamiento, es decir, ser un
poco mejor de lo que realmente se es.  Es
evidente entonces que debe existir una discrepancia ligeramente positiva entre
el yo ideal y el yo real.  Existiría una
tendencia a sustentar un punto de vista positivo acerca de sí mismo.  Su dinámica de funcionamiento incluiría metas
por las cuales esforzarse.  Esta es la
persona que acepta el yo.  Típicamente,
es una persona cuya historia ha sido de convicción y seguridad, por lo que se
percibe a sí misma como amada y amable, y capaz de hacer lo que otros esperan
de ella y lo que ella espera de sí misma. 

 
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